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Extranjera en mi propio hogar

MARIYA YANISHEVSKAYA  |  14 DE FEBRERO 2020  |  ROUTED Nº8  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS
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Aeropuerto de Beijing. Fuente: Atwan, Flickr

Bajo la niebla podía ver materializarse los edificios. Parecían piezas diminutas de Lego que se volvían más y más grandes conforme el avión comenzaba a descender hacia el aeropuerto de Beijing. Mientras aterrizábamos, sentí la emoción propia de cuando te invade una sensación de familiaridad. ¡Después de tanto tiempo fuera, volvía a estar en Beijing!

Caminar por los pasillos hacia el Control de Fronteras era como un sueño. No pude evitar sonreír. Las conversaciones en mandarín a mi alrededor y los carteles encabezados por caracteres chinos parecían decir: “¡Bienvenida a casa!”. Mientras pensaba en todos los platos que pronto podría comer, una mujer uniformada me arrancó de mis fantasías. “¡Los extranjeros por aquí!”, dijo apartándome a un lado, hacia un grupo de personas hacían cola para que les tomaran las huellas dactilares. Tomé el papelito de la máquina y me puse en la fila de “extranjeros” en el control de pasaportes sintiéndome confundida. Tal vez era el nuevo procedimiento de datos biométricos, o tal vez fue el darme cuenta de que realmente estaba regresando como visitante en lugar de hacerlo como quien regresa a su vida diaria, pero la palabra “extranjero” me llamó más la atención que nunca. Un pensamiento se apoderó de mí: ¿es Beijing aún mi hogar?

La gente me suele preguntar dónde considero que está mi hogar. Cada vez que alguien pregunta: “¿De dónde eres?”, tengo una respuesta ensayada: soy medio búlgara, medio rusa, pero nací y crecí en Beijing, China. Es como una fórmula que no acabaría de funcionar si faltase cualquiera de los elementos. “¿Pero qué lugar sientes más como tu hogar?”, insisten algunos. Aquí es donde empiezan los problemas. Mis orígenes son transnacionales, no puedo definir mi “hogar” como un único lugar. Requiere una explicación compleja que cambia constantemente; y que aún estoy tratando de entender.

Al fin llegué a mi casa. ¡Y sin duda olía, sonaba y se sentía como mi hogar! Aquí es donde crecí, donde viví hasta que me fui a estudiar a la universidad hace cinco años, y donde siguen viviendo mis padres y mi hermano pequeño. ¡Por fin estábamos reunidos tras meses de separación! Rodeada de mi familia, me senté en el suelo del comedor, preparándome para realizar el ritual que se repite cada vez que alguien llega a Beijing desde Sofía: desempaquetar el cargamento de productos búlgaros. Saqué los paquetes de sirene (un tipo de queso búlgaro), cuidadosamente envueltos en papel de aluminio para evitar que los confiscasen; botes de lutenitsa (un tipo de condimento búlgaro); varias botellas de rakia (una popular bebida alcohólica en los Balcanes); y cosméticos hechos de aceite de rosa búlgara. Desde la cocina me llegó el aroma de algunos de mis platos chinos favoritos, y desde el salón podía escuchar el canal ruso de televisión encendido como de costumbre. Me concentré en absorber todas estas partículas heterogéneas que componen mi “hogar”. Y pronto reconocí el sentimiento que me había invadido poco a poco desde que aterrizara: la nostalgia.

A pesar de la sensación de familiaridad, había una suerte de distancia... un vacío creado por el paso del tiempo, habitado por el deseo de algo que existe solo en lo agridulce de los recuerdos. Había muchos indicios de cambio y cosas que faltaban. Mi habitación ya no era mi habitación. Estaba decorada con las pertenencias de su última habitante, mi hermana, que se había quedado con mi cuarto después de que yo me fuera y el año pasado se marchó también al extranjero. Fuera, en la ciudad, me persiguió la misma sensación de vacío. Los avances tecnológicos que se han vuelto esenciales para la vida cotidiana de la ciudad eran un incómodo recordatorio de lo desfasada que me había quedado. Durante los primeros días, no tener WeChat Pay o las últimas apps de taxi fue como estar separada por una barrera del resto de los habitantes de Beijing, como si fuera una mera turista. Algunas calles por las que solía pasar habían cambiado completamente. Incluso lugares que mantenían el mismo aspecto se sentían ahora diferentes; tal vez porque yo ya no estaba allí con mis amigos del instituto, muchos de los cuales se han marchado, o tal vez simplemente porque yo ya había dejado de ser aquella adolescente.

¿Y si el Beijing que conocía tan bien se desintegrase con el tiempo, y todo lo que era familiar y reconocible se hundiera en el pasado? ¿Y si ninguno de los miembros de mi familia o mis amigos más cercanos viviesen ya aquí? ¿Podría aún considerar Beijing como mi hogar?

He forcejeado con estas preguntas durante mucho tiempo, y esta es mi explicación de lo que mi “hogar” es para mí. Por encima de todo, mi hogar es múltiple. Está hecho de múltiples lugares, culturas, lenguas y temporalidades. No podría nombrarlo con una sola nacionalidad o ponerle una fecha de caducidad. Los hogares de mi pasado son tan válidos como los hogares que he construido ahora y los del futuro. También me he reconciliado con el hecho de que mi hogar siempre ha abarcado y abarcará sentimientos simultáneos de pertenencia y de no pertenencia. Con frecuencia, a los niños que crecen en un contexto transnacional se les idealiza considerándolos capaces de adaptarse y llegar a pertenecer a cualquier lugar, o se les describe como si estuvieran atrapados en un limbo, sin llegar a pertenecer nunca a ningún sitio. Mi experiencia es que ninguna de las dos visiones es correcta por sí misma, sino que vivimos una combinación de ambas al mismo tiempo. Aunque yo pueda pertenecer a múltiples hogares, una parte de mí siempre va a ser extranjera allá donde decida construir un hogar. Por tanto, a la pregunta de si Beijing sigue siendo mi hogar respondería esto: siempre seré una extranjera en Beijing, pero Beijing será siempre mi hogar.

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Mariya Yanishevskaya

Mariya Yanishevskaya obtuvo un máster en Estudios Migratorios por la Universidad de Oxford el año pasado. Su investigación se centra en cómo se imaginan los Estados-nación y se repiensan las identidades nacionales en una era de creciente movilidad y en la que cada vez es más frecuente instalarse del otro lado de las fronteras. Espera llegar a escribir un día un libro sobre la experiencia de crecer en un contexto transnacional y sobre los llamados “niños de una tercera cultura”.

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