El negocio de las raíces: Por qué la industria de pruebas de ADN no logra decodificar la movilidad y las identidades
MAGDA RODRÍGUEZ DEHLI | 15 DE FEBRERO 2019 | ROUTED Nº1 | TRADUCIDO DEL INGLÉS
“Pertenecer implica mucho más que hacer gala de un porcentaje genético”.
Las pruebas de ADN para consumidores están empezando a generalizarse cada vez en más países. En Estados Unidos (y pronto en el Reino Unido) pueden encontrarse en venta en las farmacias y supermercados locales. Las empresas que los comercializan están cada vez más presentes también en la televisión, patrocinando programas que ayudan a famosos a recomponer su genealogía, o siguen a personas de a pie que sacan a la luz secretos familiares. Los titulares de los periódicos norteamericanos se hicieron eco del cierre del caso del asesino del Golden State, resuelto después de décadas gracias a la información genética disponible en bases de datos de consumidores. El mes pasado se hizo viral un anuncio de Aeroméxico que ofrecía “descuentos de ADN”: una reducción en el precio de los billetes de avión para ciudadanos estadounidenses proporcional a su porcentaje de ADN mexicano. Según algunas estimaciones, más de 10 millones de personas se han hecho estas pruebas en los últimos cinco años, y los ingresos de la industria podría alcanzar más de 9.000 millones de euros en 2022.
Las empresas que comercializan pruebas de ADN como 23andMe, Ancestry.com o MyHeritage ofertan al cliente la posibilidad de descubrir distintos aspectos de su identidad con una muestra de saliva por menos de 100 euros. El cliente envía un tubo de saliva de vuelta a la compañía, que a su vez analiza el ADN que contiene y elabora un informe con datos genéticos. Dependiendo de la empresa y del servicio que se elija, este informe puede incluir la propensión para desarrollar determinadas condiciones médicas, o la oportunidad de volver a establecer contacto con familiares perdidos tiempo atrás. Uno de los productos principales es el “informe genealógico”: un mapa del mundo que enumera los orígenes geográficos de la familia, cada cual con su respectivo porcentaje preciso. En un momento en el que los discursos políticos cada vez demonizan más la movilidad transfronteriza, el rastreo de las raíces se ha convertido, paradójicamente, en un boyante negocio. Sin embargo, el celo por producir una respuesta numérica a la búsqueda de la identidad y la pertenencia ha dado lugar a un modelo genealógico no exento de problemas.
Pudiera parecer que Silicon Valley ha marcado otro tanto en el mercado. Estas empresas, que orgullosamente ensalzan a sus CEOs como “veteranos tecnológicos” que construyen imperios en internet “a partir de una startup en el garaje” (ambas citas son de la web de MyHeritage), están democratizando una tecnología futurista. Permiten a los consumidores conocer más de su futuro y su pasado, conectar con otros, y llevar un estilo de vida más saludable. Su éxito financiero es inmenso; pero no todo son arcoíris y luces de colores en el mercado de la genómica para consumidores. Un asunto fundamental es la privacidad genética (y, sobre todo, su falta), que ha despertado seria preocupación sobre la forma en que esta información se almacena, se consulta y se comparte. Además, algunos expertos consideran que buena parte de los resultados que estas empresas ofrecen como hechos sólidos son en realidad mucho menos robustos, porque la genética —y, en general, la estadística— está basada en la probabilidad y el imperio del posiblemente y el podría ser.
En el caso de la genealogía, las empresas de pruebas de ADN están aún más lejos de acertar. De hecho, su aspecto más problemático es uno que tiene una larga historia en Occidente. La premisa que se esconde detrás de un resultado de test que indique, por ejemplo, un 35% siciliano (o más exactamente, un 35% de similitud con los siciliano) es que existe un código genético genuinamente siciliano. El problema es aún más visible en el anuncio de Aeroméxico, basado en medir la mexicanidad como un porcentaje del ADN —como si los genes pudiesen volverse de color verde, blanco y rojo y componer una especie de ciudadanía genética. Asignar una etiqueta colectiva a un determinado parámetro biométrico, sin embargo, es algo que se ha hecho en el pasado con distintos términos, como han señalado algunos antropólogos. Si bien una palabra como “raza” tiene hoy demasiadas connotaciones como para triunfar en el mercado de la alta tecnología, el uso de “etnia” y “ascendencia” en el análisis genético no está demasiado lejos de los planteamientos del racismo científico de principios del siglo XX. Es de extrañar que se haya aceptado tan fácilmente este modelo de negocio sin percatarnos de todas las señales de alarma.
Además, la idea de que las personas tienen “raíces” es una ficción social, como defendemos en este número de Routed. Mientras que la premisa de un origen “donde empezó todo” puede resultar tentadora para situar una trayectoria familiar, se obvia que existen una historia y una geografía previas a aquellos tatara-tatarabuelos en la rama más alta del árbol genealógico. La paradoja de recrear una historia personal de movilidad a partir de un origen ancestral fijo tropieza con el hecho de que la movilidad también ha sido constante a lo largo de la historia de la humanidad, con variaciones ocasionales. Las pruebas de ADN sólo producen una visión lineal del movimiento: el supuesto 35% siciliano del resultado anterior puede haber llegado al heredero genético directamente desde la isla, o después de varias escalas en Marsella y Nueva York. Las generaciones más recientes (aquellas que aparecen predominantemente reflejadas en nuestros genes) tienen una historia migratoria intensa y cambiante, que a su vez también ha tenido un impacto sobre la composición genética de las “patrias” cromosómicas.
Un examen más detenido de los elementos de comparación genética sugiere que el rigor histórico nunca fue una cuestión primordial para este negocio. El ADN que envía un cliente se contrasta con la información genética disponible de poblaciones actuales en regiones contemporáneas. En el mejor de los casos, esto es solo un ejemplo de ciencia mediocre, combinando la premisa de que los lugares de origen se han mantenido intactos a lo largo de las generaciones con un total desprecio por la historia política de las fronteras. Un ejemplo diáfano es la división que 23andMe hace de la ascendencia española, que se corresponde exactamente con el mapa de las Comunidades Autónomas trazado a partir de la Constitución de 1978.
Por otra parte , cuando se les ha reprochado la escasez de información genética de regiones del Sur global of de grupos indígenas (lo que hace que los resultados sean aún más inexactos para los clientes pertenecientes a minorías étnicas en los mercados occidentales), estas empresas se embarcaron en “proyectos vampiro”, extrayendo saliva y datos genéticos de estas poblaciones sin mayor compensación que la notificación de los resultados. Las reivindicaciones de pertenencia a un grupo basadas en fracciones y porcentajes no son tampoco necesariamente respetuosas hacia las supuestas comunidades de origen. Algunos clientes, como se puede ver en los relatos personales de promoción corporativa, se acercan a estas poblaciones con una actitud paternalista, recreando el mito del hombre civilizado que visita el mundo primitivo. Otros pasan por encima de las estructuras genealógicas por las que se rigen estos grupos, como ha sido el caso de algunos norteamericanos blancos reivindicando su ascendencia nativa en contra de lo establecido en los sistemas de registro tribales. En otras palabras, el mercado de las raíces de Silicon Valley no pregunta “¿a dónde pertenezco?” sino “¿qué legado me pertenece a mí?”.
El principio de la búsqueda de raíces high-tech también es distinto al de otras formas de genealogía. Las empresas que comercializan las pruebas de ADN no parten con la misma idea en mente que las abuelas que tradicionalmente visitaban los registros parroquiales y recopilaban recuerdos de los viejos tiempos para componer un árbol genealógico de la familia. No funcionan como un registro estatal o tribal, reconociendo y enumerando a miembros con derechos y obligaciones y reuniendo a los sujetos de una historia común. Lo que esta industria vende es un producto personal, un servicio de envío a domicilio de pertenencia para clientes. En este caso, la genealogía no se centra en la familia, el linaje o la comunidad en sentido amplio, sino en el individuo, que pasa a ser la fuente de sentido para las historias, viajes y mapas del mundo que acompañan a los resultados de las pruebas. La publicidad oficial se dirige al cliente en términos inequívocos: “Discover what makes you, you” (“Descubre qué es lo que hace que tú seas tú”), “100% you” (“100% tú”), “Get more of your inside story” (“Más sobre tu propia historia”). Escupir en un tubo se promociona como el palo de selfis de la genética: está consagrado al carácter único del individuo, su pedigrí global como ciudadano del mundo y su conexión con otros a través de tecnología de start-up. El “viaje de descubrimiento” no es solo metafórico: algunas empresas atraen a sus clientes con hipotéticos planes para un “viaje de ADN personalizado”.
No hay nada más humano que preguntarnos de dónde venimos. Todos fantaseamos sobre nuestros orígenes, especialmente los descendientes de inmigrantes, y tratamos de averiguar cómo encajamos en los viajes e historias de aquellos que vinieron antes que nosotros. Apoyar estos relatos con pruebas genéticas puede parecer tentador a primera vista, pero la aportación que pueden hacer a la auténtica historia de movilidad de una familia es escasa. La industria de pruebas de ADN, si bien está en perfecta sintonía con los mercados de datos y servicios volcados en el individuo, no consigue entender lo que las ciencias sociales llevan repitiendo a lo largo de los años: pertenecer implica mucho más que hacer gala de un porcentaje genético.
Magda Rodríguez Dehli
Magda nació y creció en España y obtuvo un Grado en Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid, tras haber estudiado en la Universidad de California, Los Ángeles y el Instituto de Estudios Políticos de Lyon, y un Máster en Estudios Migratorios en la Universidad de Oxford. Realizó prácticas en el Ministerio de Asuntos Exteriores y en la Comisión Europea, y en la actualidad está preparando las oposiciones de ingreso a la carrera diplomática. Sus dos grandes aficiones secretas son cantar en la ducha y criticar a políticos ineptos desde el sofá.