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El corazón humano: El peso invisible de la migración

SHIVA NOURPANAH  |  14 DE FEBRERO 2020  |  ROUTED Nº8  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS
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Navidad de 2019, abuelo y nieta reunidos en Halifax, Canada. Cortesía de la author.

El impacto del avión que se estrelló en Teherán el 8 de enero de2020 sobre nuestro pequeño círculo familiar en Halifax, Canadá, fue inmediato. Mi padre, viudo y de 84 años, había viajado a Halifax desde Teherán y estaba visitándonos en ese momento. Su viaje de regreso a Teherán estaba previsto para el 10 de enero. Cuando las noticias de la tragedia se extendieron por todo el globo y llegaron hasta nuestra familia, dispersa por varios continentes, el pánico que se había convertido en nuestra “nueva normalidad” desde el asesinato del general iraní y la amenaza inminente de una Tercera Guerra Mundial de repente dio un vertiginoso giro personal. Las llamadas por FaceTime y WhatsApp adquirieron un tono aún más febril con los familiares preocupados que trataban de convencer a mi padre, sin éxito, de posponer su regreso a Teherán. La agradable Navidad en familia que habíamos estado disfrutando hasta entonces, cuando la mayor preocupación era recrear el fesenyán en una pequeña ciudad canadiense en la que no hay una tienda bien surtida de mercancías persas que venda jarabe de granada, se volvió de pronto una pesadilla que estábamos viviendo despiertos.

Como migrantes, aceptamos tácitamente que estar ausentes durante la enfermedad y muerte de nuestros padres es parte del precio que tenemos que pagar por marcharnos de nuestros países de origen. Sabemos que van a llegar las llamadas; yo recibí una en 2016 para escuchar las noticias de la muerte inesperada de mi madre. Pero no estaba preparada para el alto precio emocional que tendría que afrontar. En la primera semana de 2020, mientras un titular tras otro anunciaba con estruendo las cosas horribles que estaban sucediendo a los iraníes, tuve flashbacks de los días que habían seguido a la muerte de mi madre: esa curiosa sensación de estar dividida en dos, mi cuerpo físico moviéndose a través de los días aquí en Halifax y mi espíritu en el cementerio de Behesht-e Zahra en Teherán, viendo el entierro de mi madre. Ahora volví a desgarrarme al darle un beso de despedida a mi padre en el aeropuerto de Halifax y verle cojear a través del control de seguridad, pero mi espíritu no tenía dónde ir. Mi hijo me abrazó y me dijo que no llorase.

La carga emocional de la migración no es tan visible como sus aspectos más celebrados. En países receptores como Canadá, suele elogiarse la diversidad como un factor que contribuye al crecimiento económico y a la fertilidad social y cultural. La diversidad es un signo visible de progresismo, liberalismo y tolerancia. En los países emisores, la inmigración a un país occidental suele verse como un signo de éxito, como el siguiente paso “natural” para una familia de clase media como es comprar una casa o un coche. La nostalgia, el dolor de marcharse, el desconcierto y el desarraigo quedan ocultos bajo el entusiasmo y el ajetreo del movimiento, social y geográfico. Los choques culturales se convierten en anécdotas simpáticas para contar en las fiestas: “El examinador me pidió que explicase mi tesis ‘a grandes pinceladas’, y yo no entendía nada, le dije, ‘Discúlpeme, pero ¿qué tienen que ver los pinceles con mi tesis?’”.

Cuando estaba preparando mi solicitud de inmigración para marcharme de Irán a Canadá, apenas me paré a pensar “¿Por qué es necesario esto? ¿Por qué tengo que hacer esto?”. Estaba haciendo simplemente lo que hacían todos mis compañeros. Aunque en mi interior sabía que implicaría estar muy, muy lejos de mis padres, del lugar que era mi hogar, no acepté ni reconocí completa, deliberada y conscientemente esta realidad. La migración a Canadá era sinónima de la libertad respecto a un régimen misógino, teocrático y represivo. No ver a mis padres todas las semanas era un precio reducido a pagar por ello. Viajábamos en su lugar por los veranos, pagando aproximadamente la entrada en la compra de una casa para crear recuerdos juntos al otro lado del mundo.

No me arrepiento de haberme marchado. No me arrepiento de vivir y de educar a mis hijos en un país donde los derechos de las mujeres están ligeramente más respetados y reconocidos por el gobierno que en mi país de origen. Por poco que sea, es una gran mejora en comparación con lo que yo tenía y soportaba en Irán, lo que mi hija hubiera soportado en Irán. Pero al hacerme más mayor, siento que el precio ha aumentado, la carga emocional de ser migrante se ha vuelto más pesada. Esto es para lo que yo no estaba preparada. No estaba preparada para que el dolor se volviese más profundo y complicado. Para que los sentimientos de nostalgia y pena no se disipasen, sino que se volviesen más agudos con el paso del tiempo. Para el divorcio transnacional, la muerte transnacional, el sufrimiento transnacional. Esto eran cosas de las que ni los académicos expertos en migración ni los líderes políticos habían hablado. La página web de migración del gobierno me explicó cómo preparar una entrevista de trabajo en Canadá y cómo contar mis “puntos” para migrar, pero no me dijo cómo obtener un divorcio ni cómo organizar la custodia cuando mi matrimonio transnacional se desmoronó. Los expertos a los que leí me explicaron cómo la celebración de las tradiciones culturales construye un sentimiento de identidad, pero no cómo llorar a mi madre. Nadie me dijo que mi corazón se rompería, que estaría en dos lugares a la vez. Nadie me dijo que ver la palabra “Irán” en los titulares de las noticias una y otra vez me provocaría una reacción instantánea de horror y miedo que no me abandonaría. Tal vez amainaría, incluso durante varios días, pero luego volvería a aparecer. Migré para construir un hogar tranquilo, ordenado, justo, equitativo para mí y para mis hijos; no fui consciente de que el caos, el terror y la oscuridad también son transnacionales, y me seguirían a mi nuevo y bello hogar.

 

El corazón humano es una criatura antigua, curiosa y resistente. Los vínculos afectivos y el amor se extienden en el tiempo y el espacio, a través de océanos y continentes. No se hacen más débiles. El tiempo no cura, como solía decir mi madre al recordar la muerte prematura de su propio padre el año antes de que yo naciera. Construimos nuevos lazos, nuevas amistades y amores, pero los viejos no desaparecen. Se quedan allí, a veces pacíficamente y otras veces no tanto, tirando de nosotros. La migración no es un escape. Y esa es la lección más difícil de todas.

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Shiva Nourpanah

Shiva Nourpanah es Coordinadora Provincial de la Asociación de Refugio Transitorio de Nueva Escocia, y becaria postdoctoral SSHRC en el Centro para el Estudio de las Respuestas Sociales y Legales a la Violencia de la Universidad de Guelph. Es también profesora adjunta en el Departamento de Estudios de Desarrollo Internacional de la Universidad Saint Mary y en la Escuela de Terapia Ocupacional de la Universidad de Dalhousie. Sus áreas de investigación incluyen cuestiones de inmigración y refugiados y la violencia de género. Anteriormente trabajó durante ocho años en la oficina de ACNUR en Irán. Ha publicado su trabajo sobre la ética de la ayuda a los refugiados, los derechos humanos de las mujeres en la ayuda a los refugiados y las experiencias de asentamiento e integración de refugiados afganos en Halifax. En la actualidad está investigando el papel de la violencia sexual y de género en las solicitudes de asilo, y las experiencias de mujeres extranjeras en refugios transitorios.

Ha sido miembro de la junta directiva de la clínica de refugiados de Halifax desde 2011.

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