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Acerca de la pregunta “¿Qué es hogar?”

MARÍA JOSÉ YAX-FRASER  |  15 DE AGOSTO 2020 |  TRADUCIDO DEL INGLÉS  |  ROUTED Nº11

Hace tres veranos, mi esposo, mi hija e hijos adolescentes y yo estábamos esperando en el mostrador de embarque del aeropuerto para regresar a Canadá, después de visitar a mi familia en Guatemaya (también conocida como Guatemala; utilizo el término Guatemaya para reivindicar los derechos y reconocer las contribuciones de los pueblos mayas). Mientras mi hija, mis hijos y yo organizábamos el equipaje y mi esposo obtenía los pases de abordaje, el momento se vio interrumpido por expresiones de tristeza y entusiasmo. Por un lado, la tristeza de separarnos de nuestra familia en Guatemaya; por otro, la alegría de que, como exclamara eufóricamente mi hijo mayor, “¡pronto estaríamos en casa!”.

 

Inmediatamente después de esta exclamación hubo otro breve instante de silencio, que creo que fue desencadenado por una pregunta introspectiva que atrapó su imaginación. “Pero… ¿cuál es nuestro hogar?”. Dándose cuenta de lo compleja que la idea de “hogar” es para los migrantes como yo, mi hijo me abrazó cariñosamente:

 

— Lo siento, Mamá. ¡Esta también es tu casa!” — y luego me preguntó — ¿Qué significa “hogar” para ti?

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Mi noción de “hogar”, durante los años que he vivido en Canadá, ha estado en constante transformación y expansión. Como migrante, he llegado a experimentar el significado de “hogar” de forma plural y fluida, y a darme cuenta de que acarreo con mi casa a donde quiera que voy. He llegado a comprender que el hogar es algo que se crea, recrea y se desea.  Aunque me he esforzado mucho para mantener un vínculo fuerte con mi lugar de nacimiento y contribuir a la sociedad canadiense, he llegado a ver y experimentar el hogar como un espacio de conflicto y empoderamiento, como un lugar al que se pertenece y donde una se transforma. Un lugar estrechamente ligado a las experiencias vividas históricamente en una localidad, experiencias sensoriales, socioculturales y personales; estrechamente ligado a la afectividad, la memoria, el movimiento y los puntos geográficos del pasado, el presente y el futuro. No podía dar en pocas palabras una respuesta exhaustiva a una pregunta tan compleja y con tantas implicaciones políticas. Para personas como yo, la noción de hogar y las cuestiones de identidad y pertenencia no solo están intrínsecamente conectadas, sino en perpetua disputa.

 

La pregunta de mi hijo me hizo recordar un momento en particular, hace treinta años, cuando me di cuenta de lo compleja que se había vuelto la noción de “hogar” para mí, como migrante. Fue el verano en el que regresé a Guatemaya después de mi primer año en Canadá; mi hermana y yo habíamos ido de compras a una zona comercial, a veinte minutos en autobús de la casa de mis padres. Para volver a casa, como hace mucha gente, pretendíamos cruzar en medio del tráfico una avenida bidireccional de dos carriles. Esperamos juntas el momento adecuado para cruzar, pero antes de que yo pudiese reaccionar mi hermana ya había llegado a la mitad de la avenida. Yo me quedé allí, congelada y temblando. Desnuda, a pesar de estar vestida. ¡Mi armadura: mis conocimientos y habilidades para moverme en este entorno habían desaparecido sin yo percibirlo! Mi hermana y yo nos quedamos mirándonos frente a frente desde aceras opuestas. Este fue el instante preciso en que me di cuenta de que ya no estaba completamente en casa en aquellas calles porque, aunque existieran (y aún existan) huellas en mi cuerpo, mi mente y mi psique, el riesgo y el miedo como forma de vida ya no eran tan familiares para mí como lo habían llegado a ser. De hecho, ya había comenzado a interrogar esta forma de vida, desde una nueva perspectiva como migrante; y este episodio puso de manifiesto hasta qué punto la repetición de acciones y pensamientos juegan parte en establecer la identidad y el hogar. Me di cuenta de que no solo estaba desarrollando múltiples vínculos hogareños en diferentes lugares, sino que también un aprecio de que las personas, a menudo sin ser conscientes, son actoras de cambio, capaces de crear y recrear culturas, comunidades y sociedades. Aquel mismo día, mi Mamá, mi Papá, mi hermana y yo nos sentamos juntos a tomar el café de las cinco. Me encantan la leche humeante, el café ralo recién hecho y el pan dulce que lo acompaña. Mientras degustábamos el café, llegó mi hermano. ¡Estaba en casa! La casa donde primero negocié y cuestioné las relaciones de familia, la racialización, el género y la clase, y las diferencias culturales y étnicas.

 

En la diáspora, mis experiencias del hogar como un conjunto de relaciones incluyen múltiples vínculos y lazos de afecto, posiciones socioculturales y lugares geográficos. Todos estos han moldeado mis identidades y mi sentido de pertenencia. Aunque no veo a Canadá como mi “segundo hogar”, concuerdo con el antropólogo Steven Vertovec en que estar en la diáspora me ha hecho consciente de estar “aquí y allá”. Aunque no puedo estar físicamente en Guatemaya todo el tiempo, mi mente y mi corazón siempre están divididos entre Canadá y Guatemaya. El Internet hace más fácil mantenerse al día de las noticias y la vida allí. WhatsApp, Zoom y Facebook me dan más posibilidades de sentir que puedo estar en dos lugares a la vez, pero me duele el corazón que mis padres no hayan visto crecer a mi hija y a mis hijos y que nosotros no hayamos visto envejecer a mis padres. Mi corazón sufre porque no podemos participar en reuniones familiares, nacimientos y celebraciones de cumpleaños; o que tenga que proporcionar cuidados a distancia en lugar de estar presente durante las enfermedades.

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Afternoon Winter Light, by Inae Kim.

Volviendo a la historia en el aeropuerto, dibujé un círculo invisible apuntando a cada uno de mis hijos, a mi esposo y a mí, para responder a la pregunta de mi hijo:

 

— Este también es mi hogar —le dije.

 

Mi hijo, su hermana y sus hermanos sienten lo mismo. Donde quiera que estemos juntos, ahí es donde está nuestro hogar. Este sentimiento de hogar refleja la idea del hogar como un lugar de seguridad y comodidad que se crea cuando estamos junto a las personas que queremos, ya sea en Canadá, Guatemaya o en medio de un aeropuerto.

 

Como señaló mi hijo, para mí tanto Guatemaya como Canadá son mi hogar. Estos son lugares con los cuales siento un lazo emocional y a los que siento que pertenezco. He acumulado muchas experiencias vividas en estos dos pases. Pasé los primeros veinticuatro años de mi vida en Guatemaya y comparto una historia colectiva con la gente de allí; y he pasado la mitad de mi vida en Canadá estudiando, trabajando y construyendo una familia y he obtenido la ciudadanía canadiense. A pesar de esto, no siempre soy bienvenida en ninguno de estos lugares, ni se me hace sentir que pertenezco a ellos.

 

Crecer en Guatemala (utilizo el término Guatemala para señalar una historia sacudida por un racismo profundo, la discriminación de género, el genocidio, feminicidio, la violencia del crimen organizado y de las pandillas juveniles — las “maras” — y la de los carteles del narcotráfico, procesos democráticos débiles y estructuras económicas neocoloniales), bajo la sombra de la violencia de Estado, la guerra, y el genocidio de los pueblos indígenas, tuvo un impacto significativo sobre mi sentimiento de pertenencia. Incluso dentro de mi propia familia, este sentimiento de pertenencia no era simple. Como escribí en otra ocasión, tuvo un impacto sobre la forma en que me criaron, mi psique y mis relaciones sociales y familiares. Crecí en una familia racializada, étnica y culturalmente mixta, en la que las relaciones entre la familia y con nuestros familiares estaban dictadas por las afiliaciones de clase, “raza”, género y religión. Fue entre las paredes de mi propia casa donde primero aprendí los límites socialmente construidos en una división imaginaria entre el “nosotros” y el “ellos”, y las posiciones privilegiadas que estos marcadores de identidad conceden a algunos y niegan a otros en una sociedad que abiertamente discrimina a sus habitantes originarios. Como mujer indígena residente en Canadá, experimento el racismo sistémico y la discriminación persistente de formas distintas a cuando estoy en Guatemala.

 

Como canadiense, con frecuencia se me hace sentir que no estoy en casa. Se me ha dicho muchas veces que vuelva a mi tierra, imaginando que soy forastera, sin que nunca se me reconozca como habitante del país, y a menudo tratada como ciudadana de segunda. Para mí, Guatemaya y Canadá son dos hogares diferentes, aunque están interrelacionados. A nivel personal, fue la amistad con personas nacidas en Canadá la que me abrió la puerta para venir a estudiar y finalmente establecer mi propio hogar aquí, manteniendo conexiones duraderas con mi hogar en Guatemaya. A una escala más amplia, por un lado, la conexión entre los pueblos indígenas de Abya Yala (en Centroamérica y Sudamérica) y Turtle Island (Norteamérica) me proporciona un sentido de continuidad, diversidad y diferencia. Me siento agradecida por haber tenido una mayor libertad para explorar la cosmovisión Maya estando en Canadá. Mi estadía aquí, también me ha hecho más consciente de las historias coloniales análogas que estos países tienen como legado. Aunque reconozco que estos países están en diferentes etapas en su camino hacia el multiculturalismo y la plurinacionalidad, lamento su resistencia a aceptar la diversidad. Por otro lado, la actual interdependencia económica hace visibles para mí sus diferencias y su interrelación. Condeno su relación imperialista actual; específicamente, el papel de las empresas mineras canadienses en Guatemaya y los efectos adversos que esta extracción de recursos naturales tiene sobre la vida de Guatemaya. También siento angustia por las persistentes desigualdades sociales, la corrupción gubernamental y la impunidad que se vive día a día allí.

 

Vivir en un estado de multiplicidad, sin que se me considere canadiense ni tampoco indígena o mestiza, ya no digamos ladina, en Guatemala, mientras siento que pertenezco a múltiples colectivos, implica una cantidad enorme de trabajo emocional e intelectual invisible (especialmente si eres una madre migrante) para construir un hogar. Aprender de otras feministas con experiencias similares me ha proporcionado conceptos y términos para articular y encontrarle sentido a las mías. Chicana feminista y teórica cultural Gloria Anzaldúa, por ejemplo, me ha ayudado a repensar las concepciones tradicionales de identidad e historia. Ella reconoció lo que hoy conocemos como interseccionalidad y transnacionalidad.  Es decir, Anzaldúa describió las experiencias de quienes nos movemos dentro y entre múltiples mundos construidos social, cultural y estructuralmente, entrelazados y a menudo en conflicto; y de quienes atravesamos fronteras geográficas, sociales, económicas y culturales, considerando estas experiencias intrínsecas a las identidades de frontera. La “frontera” que describe es geográfica, pero también hace referencia y visibiliza las fronteras entre “razas”, múltiples etnicidades, nacionalidades, legados culturales, sexualidades, religiones y lenguas. Yo he experimentado una identidad fronteriza similar desde que era una niña. Anzaldúa propone un espacio fronterizo de contacto, negociación, integración y transformación donde se puede articular una identidad transnacional, croscultural, híbrida. Para explicar mi experiencia actual, añado el “hogar” como un lugar de mis identidades en intersección que no está sujeta a espacios geográficos ni a memorias nacionalistas. Esto es, vivo y negocio el hogar como migrante racializada, como mujer indígena de tradición cristiana, como feminista, como líder comunitaria, como artivista (artista y activista), como universitaria, como mujer de clase media, como hispanohablante y como madre. A consecuencia de estas experiencias, albergo el anhelo de un hogar en un mundo sin fronteras, físicas o imaginadas.

 

Con todo, vivir en un estado de multiplicidad es también increíblemente empoderador. Me aporta la experiencia de vivir y negociar mi identidad y mi sentimiento de pertenencia en lo que la socióloga Avtar Brah ha bautizado como “espacio diaspórico”. Este es un espacio habitado “no solo por quienes han migrado, sino también por aquellos que son construidos y representados como indígenas”. El término “indígena” hace referencia aquí, por ejemplo, a los colonos europeos en Canadá, no a las Naciones Originarias, los métis ni los inuit, y a los ladinos (guatemaltecos de ascendencia española o europea blanca) en Guatemala. Este es un espacio en el que trabajo activamente para desmantelar el racismo y la discriminación en muchos ámbitos de la vida social, económica, cultural y política de Canadá, al mismo tiempo que defiendo los derechos humanos en Guatemala. En este espacio, negocio constantemente y selecciono elementos de ambos hogares para construir el mío. Por ejemplo, me esfuerzo en practicar el respeto a la diversidad como un valor fundamental en nuestro hogar, nuestra comunidad y nuestras relaciones. He enseñado a mis hijos a hablar español y a abrazar sus múltiples trasfondos culturales y étnicos. Sigo los valores cristianos y aprendo y me baso en la cosmovisión maya para entender la justicia social y la paz y para defender la igualdad de género, la equidad y la justicia climática.

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En el aeropuerto hay otro momento de silencio: mis tres hijos me abrazan. También ellos experimentan lo que es pertenecer a múltiples lugares y vínculos. Después de facturar el equipaje, echamos otro vistazo a la puerta de salidas, para despedirnos una vez más de nuestra familia allí. Mi hijo mayor bromea alegremente: “¡Estoy impaciente por ver a todos los que van a estar esperándonos en el aeropuerto!”. Los tres adolescentes se ríen. Frente a las más de treinta personas que estaban en el aeropuerto esperando nuestra llegada un mes antes, no habrá nadie esperándonos de vuelta en Mi’kma’ki (Nueva Escocia).

 

Para cuando nos embarcamos en el tercer avión, empiezo a sentir ganas de una copa de vino espumoso, una buena comida en nuestro patio, y un atardecer hermoso. Los niños ya habían invitado a sus amigos a venir a casa al siguiente día. En unas pocas semanas, yo también empezaré a verme con mis amigas y amigos y a ir de compras. Para entonces, empezaré a insistir a mis hijos en que tienen que hablar español conmigo, dejaremos de quejarnos de la falta de sabor de las frutas y verduras, y pronto estaremos contentos de poder comprar mangos, plátanos, aguacates o granadas, ¡en K’jipuktuk (Halifax)!

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María José Yax-Fraser

María José Yax-Fraser es una mujer indigena, migrante y madre de tres hijos, mujer migrante. Como artivista feminista e investigadora cruza fronteras académicas y comunitarias. Ha trabajado en el ámbito del asentamiento y las migraciones (incluida la migración forzosa) durante los últimos 28 años. Defiende la igualdad de género, la equidad y el desarrollo de las mujeres. Es miembro fundador de la Asociación de Mujeres Inmigrantes y Migrantes de Halifax (IMWAH por sus siglas en inglés: Immigrant Migrant Women’s Association of Halifax). María José es candidata a Doctora en Antropología Social en la Universidad de York. Su tesis doctoral explora el significado de una comunidad acogedora para las madres inmigrantes y migrantes en K’jipuktuk (Halifax). Sus ámbitos de investigación incluyen la vivienda y la migración, el subempleo, la atracción y la retención. Entre sus intereses están los derechos humanos, acceso a la vivienda digna, el desarrollo comunitario desde la perspectiva de género y la interseccionalidad, los derechos de las personas indígenas en Turtle Island y Abya Yala y la erradicación de la violencia de género en todo el mundo.

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