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Esperando para seguir ruta: El tiempo suspendido en la frontera

MAGDA RODRÍGUEZ DEHLI  |  19 DE ABRIL 2019  |  ROUTED Nº3  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS
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Inmigrantes recién llegados esperando para pasar por los controles de migración en Ellis Island (EE.UU.) en 1911, Library of Congress

– Ahora le aconsejo – añadió [el policía] – que vaya a su habitación y espere sin perder la calma hasta que se disponga algo sobre su situación. Le aconsejamos que no se pierda en pensamientos inútiles, sino que se concentre, pues tendrá que hacer frente a grandes exigencias. No nos ha tratado con la benevolencia que merecemos. Ha olvidado que nosotros, quienes quiera que seamos, somos hombres libres, al contrario que usted, y esa diferencia no es ninguna nimiedad.

Franz Kafka, El proceso

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Todos los días, antes del amanecer, miles de mujeres hacen cola en la frontera entre la provincia de Nador, en Marruecos, y el enclave español de Melilla. Muchas de ellas son porteadoras: se ganan la vida acarreando fardos de mercancías desde el puerto de Melilla, donde los impuestos son bajos, para revenderlas en Marruecos. Los fardos a sus espaldas, que pueden pesar hasta 90 kilos, son considerados “equipaje de mano”, lo que les permite evitar el pago de aranceles. Horas más tarde, las colas vuelven a formarse al otro lado, cuando las porteadoras tratan de salir de la ciudad antes de que la frontera se cierre, atrapándolas y privándolas de los ingresos del día. El bullicio y la impaciencia crecen en la cola a medida que pasa el tiempo, y la dureza con la que la gendarmería marroquí y la policía española tratan a las mujeres no siempre previene los accidentes y las estampidas que pueden llegar a ser mortales.

 

Aunque con frecuencia se pasa por alto, esperar es una parte consustancial del proceso de cruzar una frontera. La frontera – entre España y Marruecos, entre Haití y República Dominicana, o recientemente entre Etiopía y Eritrea –  puede ser un lugar dinámico, lleno de sonidos y contrastes, con personas y bienes moviéndose de un lado al otro; pero al mirarla de cerca, la imagen se congela. En el corazón del ajetreo, lo que se encuentra es la inmovilidad: una persona que espera detrás de otra, paradas, quietas, para poder seguir avanzando. En la cola, las multitudes se vuelven contables, gobernables, “ordenadas” en los términos del Pacto Global sobre Migración [hyperlink to Hallam or someone else]. Detener y reorganizar el movimiento humano en el momento de cruzar una frontera puede tener una finalidad práctica; de qué otra manera se podría acomodar a un centenar de personas en un avión. Sin embargo, imponer la inmovilidad sobre quienes se desplazan es también un mecanismo de control y el producto de determinadas dinámicas de poder.

 

En Madrid, otra cola hizo sonar las alarmas de los defensores de derechos humanos el pasado otoño. Cientos de solicitantes de asilo, entre los que se contaban niños y enfermos, tuvieron que acampar durante la noche fuera del único centro de la región donde pueden comenzar los trámites. Con los recortes de presupuesto, la centralización de estos servicios en la dirección provincial de policía situada en el barrio de Aluche y un número de llegadas de solicitantes de asilo que se ha cuadruplicado en los últimos dos años a raíz de la crisis venezolana, los funcionarios se vieron sobrepasados por la nueva carga de trabajo. Las consecuencias recayeron sobre los que esperaban fuera de las oficinas, que independientemente de las circunstancias tenían que presentar su solicitud en el plazo de un mes desde su llegada; conservar el sitio en la cola podía marcar la diferencia entre llegar a conseguir protección y arriesgarse a la irregularidad. De forma bastante similar a lo que ocurre con las porteadoras, se les sustraía el control de su propio tiempo, a la vez que se les exigía correr más rápido que los relojes de la administración. Las colas son el resultado de un supuesto mal funcionamiento del sistema, y con ellas emerge un sistema paralelo que cuenta con la connivencia del Estado. En Melilla, se han abierto pasos fronterizos específicos para lo que técnicamente (si bien no jurídicamente) es contrabando de mercancías, en unas condiciones de trabajo inhumanas; en Madrid, los tickets distribuidos por los funcionarios como un medio provisional de evitar las colas comenzaron rápidamente a circular en un improvisado mercado negro.

 

Detrás de la cola de personas esperando por una acción del Estado estaba el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, donde otros esperaban a que el Estado los expulsara de su custodia (o finalmente los dejara libres). Los inmigrantes detenidos permanecen allí hasta dos meses, en condiciones que llegan a ser más precarias que en las cárceles. El CIE los arranca de sus vidas cotidianas, de sus seres queridos, incluso de sus nombres, reemplazados ahora por un número a efectos administrativos. El grupo que esperaba afuera cedió la autonomía sobre sus cuerpos y su tiempo a la administración, abandonado a merced de las calles frías durante la noche; el grupo encerrado dentro fue despojado de ellos y abandonado, esta vez, a merced de la administración. Las luces del CIE resplandecían a las espaldas de los solicitantes de asilo, un siniestro recordatorio de cuál podría ser el desenlace. No siempre hay esperanza en la espera.

 

En los últimos meses, el Mediterráneo también se ha convertido en una inmensa sala de espera. Desde que en junio de 2018 Italia y Malta cerrasen por primera vez sus puertos al Aquarius, el barco de búsqueda y salvamento que llevaba a bordo más de 600 migrantes, muchos otros se han visto atrapados en el mar. La historia es siempre parecida: después de que un barco de una ONG o un buque comercial europeo rescata a inmigrantes de una situación de naufragio, las autoridades portuarias del país europeo más cercano le deniegan el permiso para atracar. Los pasajeros y la tripulación tienen que esperar en alta mar durante días, a menudo al límite de sus recursos, hasta que otro país les concede acceso, no sin controversias políticas domésticas y negociaciones entre los Estados miembros de la Unión Europea a propósito del número de migrantes que finalmente admitirá cada uno. Incluso los buques militares y guardacostas pueden encontrarse con la prohibición de desembarcar a los pasajeros uno vez atracados en el puerto. Este es el mejor de los escenarios posibles, porque cada vez con mayor frecuencia el barco de rescate nunca aparece; y si los migrantes son rescatados por un buque guardacostas o mercante libio (o incluso italiano), serán devueltos a Libia, donde se les somete a detenciones arbitrarias, torturas, maltrato, ejecuciones extrajudiciales, explotación sexual, u otras violaciones de derechos humanos, según las Naciones Unidas.

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Los largos días de espera en el limbo mediterráneo, suspendidos en el mar entre la tierra prometida y la boca del infierno en Libia, envían un claro mensaje político a los que se hallan a bordo. Los países que deniegan un puerto seguro no solo están usando su poder soberano para decidir sobre cómo y cuándo se permite la entrada o se expulsa a los extranjeros, sino que también tienen las vidas de estos en las manos. Los migrantes rescatados en el mar esperan una decisión que deja fuera de su control tanto sus opciones de seguir adelante como su derecho a mantenerse con vida. Al poner su existencia en suspenso, en lo que podría ser la última etapa de su viaje, se da a entender a los migrantes de que sus vidas son desechables para quienes ostentan el poder.

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El poeta Yousif Qasmiyeh escribió “En el umbral, nos asesinaron a nosotros y al tiempo” (“If this is my face, be it”, publicado en Modern Poetry in Translation, 2016). Las fronteras y otras restricciones a la libertad de movimiento imponen una paradoja extraña a aquellos que viajan (especialmente a los viajeros que no son blancos, occidentales ni pudientes), cuyo movimiento en el espacio se ve acompañado de una suspensión del tiempo. Para hacer que la migración sea “ordenada”, los Estados recurren a detener temporalmente los cuerpos de los migrantes a cambio de la promesa de una decisión que tal vez les permita continuar sus vidas y sus viajes. Entre tanto, en el punto muerto, solo queda la espera.

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Magda Rodríguez Dehli

Magda nació y creció en España y obtuvo un Grado en Relaciones Internacionales en la Universidad Complutense de Madrid, tras haber estudiado en la Universidad de California, Los Ángeles y el Instituto de Estudios Políticos de Lyon, y un Máster en Estudios Migratorios en la Universidad de Oxford. Realizó prácticas en el Ministerio de Asuntos Exteriores y en la Comisión Europea, y en la actualidad está preparando las oposiciones de ingreso a la carrera diplomática. Entre sus aficiones está cantar en la ducha y seguir de cerca la actualidad política.

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