Con la llegada del COVID-19 a Italia, la situación de emergencia sacó a la luz varios problemas preexistentes que habían estado ocultos anteriormente o habían sido ignorados. Uno de estos es la situación de explotación en la que se encuentran miles de migrantes sin papeles a causa de su estado irregular, debido a las medidas obligatorias de integración. Estas son su única posibilidad de quedarse en Italia, un país con vías de entrada muy limitadas y en el que es muy fácil verse excluido. En efecto, las políticas de inclusión y la protección humanitaria tratan de proporcionar la base para una inclusión jerárquica y diferenciada de los migrantes a través de un sistema de categorías discriminatorias y una situación legal precaria. Como señaló el investigador Nicholas De Genova, el migrante queda sujeto a procesos de ilegalización y a un estado de deportabilidad que le hace deliberadamente vulnerable y explotable en el empleo informal.
En Italia, muchas personas se han quedado sin trabajo y sin acceso a las prestaciones económicas. De esta forma, el impacto del COVID-19 se está convirtiendo en un problema para la parte de la población que no puede autoconfinarse por las condiciones económicas y sociales. Por tanto, estas personas son las que están en una situación de más riesgo desde el punto de vista de la desigualdad y de la explotación. El gobierno y las instituciones italianas deberían, por tanto, promover una cultura de la legalidad y derechos para todos los trabajadores, pero sobre todo para todos los seres humanos.
La expansion de la pandemia ha empeorado la situación en el campo. De acuerdo con la organización humanitaria Intersos, muchos trabajadores migrantes viven en condiciones de higiene precaria, sin acceso al agua potable, con comida escasa y frecuentemente con dificultades lingüísticas, arriesgándose a ponerse enfermos y contribuir al aumento de los contagios en los lugares —normalmente guetos— en los que se ven obligados a vivir.
En Italia hay casi 600.000 migrantes sin permiso de residencia como consecuencia de la legislación italiana: desde la Ley del 30 de julio de 2002, número 189, hasta el Decreto Ley del 4 de octubre de 2018, número 113. La primera, conocida como Ley Bossi-Fini, vincula la posibilidad de obtener un permiso de residencia a un empleo, excluyendo otras posibilidades de entrada al país. La segunda, conocida como “Decreto de Seguridad”, elimina la discreción para otorgar protección humanitaria, así como su renovación, llevando a miles de migrantes a un estado de irregularidad. Por este motivo, tienen dificultades enormes a la hora de acceder a derechos fundamentales, como la atención sanitaria, la vivienda, el trabajo, los ingresos, etc. Una condición estructural que ha afectado inevitablemente a estas personas y las ha forzado a trabajar en el sector informal.
Hay varias razones principales. Empezando por la más concreta y local, el sistema económico que Italia ha construido para sí es un sistema que busca maximizar la producción. Dado que la competición y el precio de los alimentos se deciden al nivel de los grandes distribuidores, intentan ganar beneficios de los salarios —y por tanto de los derechos— de los trabajadores. Los migrantes trabajan en el campo italiano, de norte a sur, por 2 o 3 euros la hora, a ritmos inhumanos. Este concepto de producción capitalista se aprovecha de una situación estructural de irregularidad, dada la dificultad para obtener un permiso de residencia una vez ya en el territorio.
Después de semanas de discusión, el llamado “Decreto Rilancio” (“Decreto de Relanzamiento”) (Decreto Ley del 19 de mayo de 2020, número 34), en el artículo 03, ha sancionado finalmente la regularización y los procedimientos emergentes de las personas que participan en actividades laborales en determinados sectores específicos. Esta intervención reguladora llega en un momento histórico y es fundamental, sobre todo, para reconocer a los cientos de miles de personas invisibles, especialmente los migrantes. Se considera un primer paso para regularizar su estatus en Italia y ver sus derechos finalmente reconocidos. Sin embargo, es una regulación muy criticada porque solo representa a estas personas como mano de obra y no como personas con derechos iguales a los de los ciudadanos. De hecho, la difícil situación económica por la que está pasando Italia que afecta a toda la cadena agrícola ha dirigido esta decisión también a nivel institucional.
Aunque muchas de estas personas no reconocidas llevan en realidad viviendo muchos años en Italia —incluso diez o más—, es necesario replantear el sistema de entrada al país. Desde los permisos hasta los niveles de protección legal, y sobre todo el sistema de recepción que limita la imagen del inmigrante a personas desfavorecidas, representándolas como inferiores y necesitadas de una intervención humanitaria. Una reconsideración profunda de las políticas migratorias es necesaria, y, dado el momento por el que pasa Italia, también una respuesta urgente y generalizada.
En un contexto global en el que los derechos humanos —y los defensores de los derechos humanos— eran ya objeto de ataques constantes, la emergencia del COVID-19 corre el riesgo de empeorar dramáticamente la situación y convertirse en el pretexto para limitar aún más la accesibilidad a los espacios cívicos y las libertades civiles.
En Italia, el estado de excepción creado por la emergencia no debe cristalizar y volverse permanente porque podría tener graves repercusiones. Una supervisión transparente de las suspensiones de derechos humanos es fundamental, especialmente para quienes no están reconocidos legal ni socialmente y son por tanto explotados en los mercados económicos.
Por el momento, para quienes están en situación irregular, no hay una alternativa a la explotación. El trabajo ilegal y mal pagado crea una competición injusta a la baja que solo enriquece a los explotadores “ilegales” y a los intermediarios, y que termina enfrentándonos a unos contra otros en una guerra entre los pobres, italianos y extranjeros. Lo físico, la explotación, las chabolas, no va a desaparecer. La regulación que proporciona el gobierno es una medida parcial y complicada. Sin embargo, corre el riesgo de crear otro mercado negro más de contratos ficticios para obtener un permiso de residencia que dura unos pocos meses.
La jurisprudencia define la esclavitud moderna como aprovecharse de un estado de necesidad. No como una distinción entre migrantes e italianos. No como una separación entre “migrantes irregulares” y “buena gente”. Las nuevas cadenas que hay que romper son el permiso de residencia que está ahora ligado al contrato de trabajo, la vulnerabilidad social, el aislamiento y la segregación. En un mundo normal, quienes viven estas situaciones deberían recibir apoyo. En lugar de eso, la situación se ve frecuentemente agravada por leyes discriminatorias.
Las campañas colectivas deberían de centrarse en los salarios mínimos, la separación de contratos de trabajo y papeles, el apoyo a las familias y una renta universal europea. Más aún, considero importantes las acciones que la sociedad civil (en Italia y en todo el mundo) pueda llevar a cabo para asegurar que la emergencia sanitaria no se convierte en un pretexto para limitar, negar y violar derechos humanos fundamentales. Es necesario reimaginar una solución a largo plazo: una reconfiguración cultural y social que debe resultar en una lucha liderada por las víctimas de este sistema.
Matteo Mabilia
Matteo está completando un Máster en Criminología Internacional en la Universidad de Bolonia, Italia. Ha centrado sus estudios en las transformaciones sociopolíticas y culturales en Oriente Próximo y en el área mediterránea.