Orilla septentrional de Lesbos. Imagen de Rosa Maria Rinkl en Wikimedia Commons (CC BY-SA 4.0)..
El brote de COVID-19 está teniendo un impacto enorme sobre los refugiados y migrantes. Una combinación de factores en los países de origen (conflictos armados, crisis económicas, cambio climático) lleva a un aumento del número de refugiados, desplazados internos y migrantes que dejan sus hogares para buscar refugio y oportunidades económicas en otros lugares. El COVID-19 ha creado una situación urgente en este ámbito ya que las personas ven su salud, su vida y sus formas de sustento amenazadas. En este artículo, echamos un vistazo a vista de pájaro sobre la migración desde los países de Oriente Próximo y del Norte de África hacia Europa. A través de testimonios personas de estos países y regiones, resaltamos los efectos catastróficos de esta pandemia, que plantea riesgos individuales para la salud y amenazas económicas.
Comencemos por Siria. Los sirios son víctimas de una guerra que ha entrado en su décimo año, que ha provocado que millones de personas huyan del país: 13,1 millones de personas están en una situación de necesidad, 6,6 millones son desplazados internos, y 2,98 millones están en áreas remotas asediadas, según ACNUR. Los últimos ataques contra los civiles tuvieron lugar en Idlib, en el norte de Siria, a principios de 2020, provocando el desplazamiento de más de 1 millón de personas. El brote de COVID-19 ha empeorado las cosas. El cierre de restaurantes, cafeterías y mercados y la suspensión de muchas ocupaciones, como parte de las medidas preventivas para contener el virus, han dejado a cientos de miles de trabajadores jornaleros sin trabajo. Los trabajadores autónomos también perdieron sus fuentes de ingresos. El valor del dinero ha caído tanto que con lo poco que tienen apenas pueden comprar alimentos. Sin medios para sobrevivir, las personas quedan a merced de la ayuda humanitaria o caen en manos de traficantes para cruzar ilegalmente a Europa, a pesar de las medidas europeas para detener el flujo de personas que llegan desde Oriente Próximo y África.
Fijándonos en el Norte de África, la situación no es mucho mejor. Parece que la “producción” de refugiados se ha convertido en un negocio. África en su conjunto acoge a un número desproporcionado de refugiados y al mayor número de ONG y organizaciones benéficas para darles apoyo y ayuda. En el Norte de África, los jóvenes (los únicos que están en condiciones de realizar el camino a pie desde los países africanos en guerra) que se han marchado de sus países a causa de la persecución están ahora varados en Libia y Túnez. No son una prioridad en el contexto del coronavirus. Los gobiernos occidentales han puesto en marcha políticas y fondos para mantener a los refugiados en Libia y Túnez lejos de Europa. El dinero, sin embargo, no alcanza a los refugiados, que terminan en lugares abarrotados y no pueden regresar a casa ni obtener estatus de refugiados en estos países; podrían considerarse como víctimas de la esclavitud moderna. Se espera que el COVID-19 tenga efectos duraderos sobre todos los sectores de la economía. Según la Comisión Económica de las Naciones Unidas para África (UNECA), las predicciones muestran que el crecimiento económico del continente podría reducirse al 1.8% en lugar del 3.2% proyectado para 2020. Los más pobres estaban ya al borde del hambre incluso antes de la pandemia, y solo se espera que las cosas empeoren.
Muchos refugiados de Oriente Próximo y del Norte del África, donde los países frágiles y con conflictos tratan de hacer frente a la pobreza y la inestabilidad económica, intentan llegar a Europa a través de Turquía y Grecia. Esto ha dado lugar a un aumento del resentimiento y la resistencia entre las personas turcas que creen que tienen que asumir toda la carga de la crisis. Una entrevista reciente de mayo de 2020 con un defensor de los derechos humanos turco-kurdo comparte la experiencia de una mujer refugiada en la frontera del Este de Turquía:
“Antes del COVID-19, la guerra en Siria continuaba dentro y fuera del país. Durante la última ola a principio de 2020, comenzaron a llegar nuevos refugiados a la frontera y se les proporcionaron tiendas en una zona seca, con poca fauna y algunos árboles. Muchas familias, niños desplazados, personas mayores y con discapacidad no tienen otra opción más que vivir en tiendas. Hay diez familias por tienda, apretados junto a desconocidos”.
Este mismo defensor de los derechos humanos también había oído el relato de un refugiado afgano atrapado en la frontera greco-turca:
“El gobierno turco declaró que la frontera con Europa se abriría justo en el momento en el que el coronavirus empezó a contagiarse. Miles de refugiados corrieron hacia la frontera con esperanzas de tener una vida mejor, pero terminaron teniendo que arreglárselas sin alojamiento, con hambre y con el COVID-19”.
Quienes consiguen llegar a Europa de manera irregular con frecuencia quedan varados en una de las islas griegas. Lesbos es la mayor, con el tristemente famoso campo de refugiados de Moria como símbolo del fracaso de las políticas europeas para los refugiados. Moria se está convirtiendo en un gueto europeo. Se encuentra abarrotado, con servicios mínimos y ninguna atención médica. El campo, con una capacidad que no excede las 2.500 personas, alberga en la actualidad a más de 22.000 personas en su interior y en los alrededores. Las tiendas están unas encima de otras y no hay espacio ni manera alguna de mantener distancia social o tener intimidad. Muchos niños pequeños no reciben educación ni atención médica. Con la pandemia de coronavirus, las circunstancias han empeorado gravemente. Los refugiados están muy asustados, aterrorizados por el virus porque saben que no hay tratamiento médico y que el campo está superpoblado. Durante el confinamiento, las autoridades impusieron restricciones estrictas al movimiento y muchos perdieron las ayudas mensuales porque las autoridades les dijeron que “debido al coronavirus, los empleados no pueden procesar los traslados del campo a otro lugar”. Esto les dejó desolados porque la comida es escasa y mala. Los refugiados estaban desesperados, pidiendo gel desinfectantes y mascarillas, imposibles de encontrar en la isla.
Lo que hace a la gente marcharse es una reacción en cadena: los conflictos que destruyen las infraestructuras económicas de países y regiones, la pérdida de perspectivas para ganarse la vida, la incapacidad de desarrollar actividades económicas y la amenaza continua de perder la vida. Es probable que el brote de COVID-19 lleve a millones de hogares a la pobreza; hasta 60 millones de personas más en el mundo. En Oriente Próximo y el Norte de África, se espera una fuerte caída de los ingresos de los hogares según el FMI, conforme las exportaciones disminuyen y la distancia social reduce la actividad doméstica, lo que se traduce en un descenso de los ingresos, especialmente para los trabajadores informales y poco cualificados. La pérdida de ingresos afectará no solo a los hogares sino también a las comunidades locales a las que contribuyen y apoyan. En definitiva, esto provocará un flujo continuo de personas que huyen hacia áreas urbanas y países donde esperan tener mayores oportunidades de sobrevivir, a pesar de las medidas tomadas por la UE para cerrar las fronteras a través del acuerdo con Turquía y activar la actividad económica en el Norte de África.
Saskia Harkema, Saadet Ozdemir, Carin Beijer, Alice Mpofu-Coles, Max Koffi & Ghias Aljundi
La Dra. Saskia Harkema es CEO y fundadora de Faces of Change. Saadet Ozdemir es líder del grupo educativo para Oriente Próximo y Norte de África en Impact Leaders International. Alice Mpofu-Coles es Embajadora Especialista en Female Wave of Change y tiene su propia página web. Max Koffi es CEO y fundador de Africa in Motion. Ghias Aljundi es consultor sobre derechos humanos.