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Inmovilidades invisibles: Apatridia en el sudeste asiático

WILL JERNIGAN  |  19 DE ABRIL 2019  |  ROUTED Nº3  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS
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Al contrario que las barreras físicas y las vallas, la apatridia es una estructura de inmovilidad invisible, difícil de entender y confrontar. Imagen de Siora Photography en Unsplash.

Hay una forma de inmovilidad que puede ser particularmente difícil de observar: la condición de las personas apátridas. Aunque la apatridia es menos visible que las infraestructuras físicas como los muros, las vallas o los centros de internamiento, este estatuto jurídico puede ser igual de inmovilizador para un individuo. Este artículo se centra en la apatridia en el sudeste asiático, donde la incidencia es excepcionalmente alta, mostrando cómo la condición jurídica crea barreras a la movilidad tanto horizontal como vertical que obstruyen el avance social, personal y económico. Examinaremos la apatridia y su impacto a través del caso de los rohingyás, los cuales, si bien se enfrentan a una represión más extrema que la ejercida sobre otros grupos apátridas, no se hallan solos en esta situación.

 

ACNUR estima que al menos 10 millones de personas en todo el mundo son apátridas, según datos de 2018, lo que significa que “no son considerados como nacionales suyos por ningún Estado, conforme a su legislación”, conforme a la Convención sobre el estatuto de los apátridas de 1954 y la Convención para reducir los casos de apatridia  de 1961. En su libro Los Orígenes del Totalitarismo (1951), Hannah Arendt escribió que a los apátridas se les niega “el derecho a tener derechos”, algo que ella misma experimentó como refugiada apátrida tras huir la Alemania nazi. La apatridia contemporánea toma diversas formas en distintos lugares del mundo, pero en la mayoría de los casos aún conlleva una falta de acceso a servicios básicos y derechos humanos — sanidad, educación y derechos laborales y políticos, entre otros.

 

Además, las personas apátridas carecen con frecuencia de pasaporte o de otros documentos válidos de identidad. Esta falta de documentación puede complicar especialmente el día a día y también la movilidad, ya que imposibilita el movimiento internacional “regular” (esto es, “legal” y con los documentos necesarios). Esto obliga a las personas apátridas a cruzar las fronteras internacionales de manera irregular (clandestina o “ilegalmente”) y con frecuencia por vías mucho más peligrosas que si pudieran pasar por los controles tradicionales. Asimismo, dado que la apatridia suele caracterizarse por no estar documentada, se vuelve “invisible”, difícil de observar y combatir. Por último, la apatridia produce inmovilidad tanto horizontal (espacial o geográfica) como vertical (social), las cuales se refuerzan mutuamente una y otra vez. Los efectos son especialmente profundos para las personas apátridas que viven en regiones de frontera, donde el cruce de un país a otro puede ser esencial para ganarse la vida y para visitar a familiares y amigos.

 

Los índices de apatridia son extraordinariamente altos en el sudeste asiático, donde se calcula que vive entre el 25% y el 30% de la población apátrida mundial. Una tendencia geográfica emergente es la presencia significativa de personas apátridas en zonas de frontera, en particular en Birmania, Tailandia y Malasia. El ejemplo más numeroso es el de los rohingyás, que habitan en el estado de Rakáin al norte de Birmania, al lado de la frontera con Bangladés. También son el grupo que más atención internacional ha atraído, merecidamente, en los últimos años. En Birmania, la ciudadanía se transmite únicamente según criterios étnicos y sólo se concede a “grupos étnicos nacionales” específicos, decididos por el Consejo de Estado conforme a la Ley de ciudadanía de 1982. Además del grupo bamar, que constituye alrededor de dos tercios de la población total, 135 grupos étnicos son reconocidos como nacionales por el Estado. Los rohingyás no se hallan entre ellos, a pesar de haber vivido en la región durante generaciones. Aquí el contexto histórico es decisivo. El control sobre la región pasó con frecuencia de unas manos a otras hasta 1785, cuando pasó a formar parte del imperio birmano, formando una frontera contigua a la Bengala británica. Birmania fue tomada por los británicos en 1826 y se integró en la India británica. La frontera contemporánea con Bangladés no apareció hasta 1937, cuando la Birmania británica fue separada del resto de la India imperial. El Estado birmano moderno se dibuja, pues, sobre líneas coloniales de la época del imperio británico. Este es un caso, repetido en buena parte del sudeste asiático, de fronteras artificiales, dibujadas y consolidadas por actores coloniales externos, que se desplazan alrededor de poblaciones estables, todo lo cual confluye en la situación actual.

 

Dado que los rohingyás son un grupo mayoritariamente musulmán en un país predominantemente budista, su posición (como grupo étnico minoritario, grupo religioso minoritario, y grupo legalmente apátrida) agrava triplemente muchas de las dificultades que enfrentan, especialmente las relacionadas con la movilidad. El estatuto de apátrida, que no concede ningún derecho político y sitúa a los rohingyás como extranjeros y “otros” en su propio país, ha conducido a discriminaciones profundamente arraigadas. A menudo el gobierno se refiere a ellos como “inmigrantes ilegales” de Bangladés. En mi experiencia personal, hablando con ciudadanos birmanos cuando estuve en Birmania el año pasado, encontré que solían referirse al grupo mucho más frecuentemente como “bengalíes” más que “rohingyás” o cualquier otro término. Los artículos de periódico llevaban títulos resaltando los “levantamientos rebeldes” de “inmigrantes bengalíes ilegales” en el estado de Rakáin, quitando toda la importancia a las agresiones y atrocidades militares denunciadas en otros medios internacionales. Estos términos volvían a aparecer a menudo en las conversaciones vespertinas en torno a una taza de té. También se hacía hincapié en los lazos religiosos, contraponiendo Birmania, Estado budista, y Bangladés, Estado musulmán. “¿No se sentirían más en su casa en Bangladés, de todas formas” era un comentario bastante común. Aunque no dejan de ser anecdóticas, creo que estas observaciones ilustran la forma en la que la propaganda y las tácticas de convertir a determinados grupos en “otros” (en especial, prohibirles la ciudadanía por su etnia y su religión) pueden calar en el discurso público.

 

A lo largo de los últimos años, como se ha denunciado ampliamente, el estatus de apátridas de los rohingyás ha provocado su desplazamiento forzoso, orquestado por los cuerpos de seguridad de Birmania. Además de quitarles su derecho al movimiento legal, esto les ha despojado de su derecho a quedarse. Actualmente, muchos están viviendo provisionalmente en Bangladés (así como en Tailandia y Malasia), tras huir de Birmania y cruzar la frontera de manera irregular. El gobierno de Bangladés mantiene negociaciones para repatriarlos a Birmania, aunque una misión de investigación de la ONU ha expresado su preocupación de que esto solo empeore condiciones ya espantosas. Hay decenas de miles de muertos y desaparecidos y existen denuncias de violencia sexual, incluidas violaciones masivas en grupo, hasta el punto de que la misión de la ONU ha pedido que los líderes militares sean juzgados por crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio.

 

Además, los rohingyás son solo un grupo entre muchos que se enfrentan a la inmovilidad como consecuencia de la apatridia. Las condiciones son similares para muchos grupos de personas en Birmania y el norte de Tailandia, incluidos los que se identifican como Yao, Shan, Hmong, Karen, Lisu, Lanu y Akna. La apatridia es también una realidad para un alto número de niños en Sabah, Malasia (36000 según el Observatorio Internacional de la Apatridia) y para muchos pueblos históricamente nómadas, como los Sama-Bajau, que han vivido durante mucho tiempo en las aguas fronterizas entre Malasia, Indonesia y Filipinas. Si bien estos casos están especialmente extendidos en el sudeste asiático, también existen en otras partes del mundo. Bronwen Manby destaca situaciones similares en África (en Madagascar, Sierra Leona, Libia y Suazilandia), y grupos como los mauricianos negros, los kurdos failis en Irak y los bidoon en Kuwait también se enfrentan a la apatridia por motivos de raza, etnia o religión. Aunque muchos de estos casos no son tan extremos como el de los rohingyás y no suelen aparecer en los titulares internacionales, son no obstante cuestiones urgentes con impactos graves sobre la vida cotidiana y la movilidad de millones de personas.

 

La apatridia es invisible, pero puede tener consecuencias espantosas. Provoca inmovilidad, vertical y horizontal, y limita así la capacidad de las personas, haciéndolas más vulnerables ante situaciones precarias, sin protección ni acceso a servicios que corresponden a los derechos humanos más básicos. Con frecuencia es precursora de cosas mucho peores: desplazamientos forzosos, limpiezas étnicas, genocidio. Al seguir permitiendo la apatridia en el mundo de hoy, estamos lanzando un claro mensaje a millones de personas de todo el mundo de que, a menos que tengas la ciudadanía de algún Estado existente y reconocido, careces del derecho a tener derechos.

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Will Jernigan

Will Jernigan cursa actualmente un Máster en Estudios Migratorios en la Universidad de Oxford, estudiando las intersecciones de ciudadanía, apatridia y migración. Tras graduarse en Relaciones Internacionales por la Universidad de San Diego, pasó los últimos dos años trabajando en Seúl y Hanoi, antes de trasladarse a Oxford el pasado otoño

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