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El derecho al sufragio municipal de las personas no ciudadanas de la UE: ¿Principio democrático o privilegio?

ALEKSANDRA JOLKINA  |  20 FEBRERO 2021  |  ROUTED Nº14  |  TRADUCIDO DEL INGLÉS POR MAGDA R. DEHLI
(Lillian) Aleksandra Jolkina  - her own

Pasaportes emitidos para un ciudadano letón (izquierda) y un “no ciudadano”. Fotografía de la autora.

La segunda vez que voté en las elecciones municipales alemanas fue en septiembre de 2020. Al salir del colegio electoral de Bonn, donde vivo, me sentía un miembro más de la comunidad, alguien cuyas opiniones se tienen en cuenta en igualdad de condiciones. Sin embargo, una parte de mí seguía asombrada. La sencillez del proceso del voto me trajo muchos recuerdos, evocando algunas de las paradojas que producen los distintos enfoques sobre la concesión del derecho al sufragio a personas extranjeras en la UE.

 

Llegué a Bonn a principios de 2015 como ciudadana letona, procedente de un pequeño país báltico que ingresó en la UE en 2004. En tanto que ciudadana europea y trabajadora en otro estado miembro, tengo derecho a votar y a presentarme como candidata en elecciones locales. Ya sea para elegir al alcalde o para votar sobre la construcción de un nuevo edificio o el cierre de una vieja piscina, las autoridades locales siempre me envían una carta invitándome a participar.

 

Mi situación habría sido muy diferente, sin embargo, de haber tenido un pasaporte de un país no europeo. En la actualidad, la UE no tiene competencia para adoptar normas sobre la concesión del derecho al sufragio a ciudadanos extracomunitarios residentes en su territorio. Corresponde a los estados miembros decidir si quieren hacerlo.

 

De los 27 estados miembros de la UE, hoy 14 no reconocen el derecho al sufragio municipal a residentes extracomunitarios. Alemania es uno de ellos. Muchos de mis amigos y colegas tienen pasaportes rusos, ucranianos o turcos y no tienen derecho a votar, a pesar de llevar residiendo en este país durante mucho más tiempo que yo y hablar alemán mejor que yo. Es difícil entender por qué el ser letona me convierte en una mejor vecina de Bonn que ellos. Esta lógica es aún menos convincente si tenemos en cuenta que, a diferencia de mí, ellos no pueden vivir ni trabajar en ningún otro estado miembro europeo y en su mayoría piensan quedarse en Alemania para el resto de sus vidas.

 

Sin embargo, la situación en Letonia es mucho más decepcionante. Anexada por la Unión Soviética en 1940, Letonia recuperó la independencia solo después de que colapsara 50 años más tarde. Aun así, después de tres décadas, al país báltico todavía le cuesta aceptar su propia historia y sigue dividido por brechas étnicas y lingüísticas.

 

Letonia tiene en la actualidad el mayor porcentaje de hablantes nativos de ruso de la UE, que constituyen el 36% de los 2 millones de habitantes del país. La mayoría de los rusoparlantes en Letonia llegaron durante el periodo soviético, como ciudadanos de la URSS, o son descendientes de estas personas. Separados del resto del mundo por el Telón de Acero, las personas con pasaporte soviético se desplazaban en el interior de su país, que por aquel entonces se extendía desde Kaliningrado hasta Vladivostok, para trabajar, reunirse con su familia, o por motivos militares.

Mis abuelos, nacidos en Rusia, fueron unas de las primeras personas que llegaron. Se conocieron durante la guerra y llegaron a Riga en 1947 en busca de mejores oportunidades laborales. Cuatro décadas más tarde, la Unión Soviética (el país en el que habían vivido, trabajado, criado a sus hijos y donde se habían jubilado) dejó de existir. Yo solo tenía cinco años, pero aún recuerdo que mi madre decía: “Ahora vivimos en un país distinto”.

 

No obstante, la Letonia independiente solo otorgó su ciudadanía a las personas que habían nacido en su territorio antes de 1940, cuando se produjo la anexión a la Unión Soviética, y a sus descendientes. El resto (alrededor de un tercio de la población letona, incluida mi familia) se encontraron en un país muy distinto, que los transformó de ciudadanos iguales en extranjeros.

 

Este colectivo recibió el nombre de “no ciudadanos”, una categoría peculiar que les garantizaba el derecho a permanecer en Letonia pero les negaba el derecho a votar, tanto en elecciones locales como legislativas, y a trabajar en la administración pública. Para obtener la ciudadanía letona, se les exigía demostrar su “lealtad” al estado sometiéndose al procedimiento de naturalización: hacer un examen de lengua, historia y cultura letonas y aprender de memoria el himno nacional.

 

Esto, sumado a una política lingüística restrictiva y a una fuerte rusofobia, generó resentimiento entre buena parte de la población rusoparlante del país, la mayoría de los cuales habían nacido en Letonia o habían vivido allí durante décadas sin adquirir la nacionalidad de ningún otro país. Después de que Letonia ingresara en la UE en 2004, el tratamiento a este colectivo se volvió aún más difícil de justificar. A diferencia de los ciudadanos letones, los “no ciudadanos” no tienen derecho a trabajar en otro país de la UE. Además, conforme al derecho europeo, cualquier ciudadano alemán, francés o neerlandés puede trasladarse a Letonia y votar allí en las elecciones municipales. Los “no ciudadanos” letones, sin embargo, siguen sin poder hacerlo.

 

Al justificar la exclusión de los residentes extracomunitarios del derecho al sufragio, los gobiernos suelen recurrir a dos argumentos ideológicos. En primer lugar, se defiende que los extranjeros deberían naturalizarse para convertirse en miembros iguales de la sociedad, pero reconocerles derechos electorales a nivel local reduciría los incentivos para obtener la ciudadanía.

 

La segunda parte de este argumento, sin embargo, se sostiene con dificultad. Un estudio reciente sobre el comportamiento de los migrantes en Suecia encontró que esto solo es cierto para los migrantes procedentes de países muy desarrollados. Para los originarios de países menos desarrollados, la realidad era la contraria: la capacidad de votar a nivel municipal aumentaba su sentimiento de pertenencia y la probabilidad de que se naturalizasen. Para este colectivo, la ciudadanía parece implicar no solo el acceso a derechos electorales plenos, sino también otro abanico de beneficios muy valorados, como protección, el derecho garantizado a permanecer en el país, y pleno acceso al mercado laboral y al sistema de seguridad social del país.

 

Por otro lado, los residentes no siempre tienen la posibilidad o están preparados para naturalizarse. Por ejemplo, para obtener la ciudadanía alemana se debe haber vivido en el país durante al menos ocho años. Además, Alemania no suele permitir la doble ciudadanía con estados no miembros de la UE. Mis amigos internacionales tendrían que renunciar a su nacionalidad actual, por tanto, y en algunos casos incluso pedir un visado para visitar a sus familias en el país en el que crecieron –un sacrificio demasiado grande para muchos de ellos.

 

En Letonia, las tasas de naturalización se han mantenido bajas. Durante las últimas tres décadas, el número de “no ciudadanos” ha caído desde 700.000 hasta cerca de 200.000, que es aún el 10% de la población letona. El descenso, sin embargo, se atribuye sobre todo a la emigración y la mortalidad. Solo algunos de mis familiares, incluidas mi madre y yo, tenemos pasaporte nacional letón. Otros siguen sin tener derecho al voto y consideran el procedimiento de naturalización demasiado complicado o humillante. Mi abuela, que tenía 70 años en 1991, no hablaba letón, por lo que se quedó reducida a “no ciudadana” durante los 25 años siguientes, hasta su muerte en 2016.

 

El segundo argumento ideológico fundamental en contra de extender los derechos electorales a personas extranjeras se centra en el miedo de que esto altere el equilibrio de poder existente. La capacidad de elegir a aquellos que comparten los valores de uno, sin embargo, es uno de los elementos clave de la democracia. Según esta perspectiva, permitir que los no nacionales influyan en la política, al menos a nivel local, es probable que dé buenos resultados a largo plazo. El derecho al sufragio puede hacer que la gente se sienta respetada e igual a sus vecinos, transformarlos de observadores pasivos en participantes activos, alentar su implicación en la comunidad y fortalecer su conexión con el lugar de residencia. En la actualidad, 13 estados miembros de la UE permiten a determinadas categoría de ciudadanos extracomunitarios emitir su voto en las elecciones locales. Por ejemplo, los migrantes en Bélgica disfrutan de este derecho después de 5 años de residencia, y en Suecia después de tres años.

 

Por otro lado, concebir el derecho al voto como un privilegio que hay que ganarse puede tener el efecto contrario. En casos extremos, puede marginar a residentes no nacionales, aumentando su resentimiento hacia las autoridades. Excluidos del procedimiento de toma de decisiones y constantemente criticados por su “deslealtad”, muchos “no ciudadanos” letones se han distanciado del estado, han perdido interés en la política local y dejaron de sentirse vinculados con su propio país. Cuando le pregunté a mi tío, “no ciudadano”, si participaría en las elecciones en el hipotético caso de que obtuviese automáticamente la nacionalidad, sacudió la cabeza y dijo: “Ni siquiera iría a recoger el nuevo pasaporte”.

Aleksandra Jolkina

Aleksandra Jolkina tiene un doctorado en Derecho por la Universidad Queen Mary de Londres. Su investigación se dedica a la ciudadanía europea, el derecho a la libre circulación en la UE y el derecho migratorio y de ciudadanía. Además de su investigación doctoral en el Reino Unido, trabajó como periodista para el medio internacional alemán Deutsche Welle, con sede en Bonn.

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