“Todo lo que un hombre pueda imaginar, otros podrán hacerlo”
Jules Verne
Érase una vez, en un mundo sin la COVID-19… Cuenta la leyenda que en la era a. C. (antes del Coronavirus), en Europa se solía decir, quizás muy ingenuamente, que la globalización desenfrenada era un hecho irreversible, que lo global era lo nuevo local. Comprábamos el aguacate de las antípodas, vestíamos con ropas de largo recorrido tejidas en Bangladesh o China, veraneábamos en otros continentes con mojitos más dulces y fotogénicos que los del bar de la esquina. Ya no. La crisis sanitaria que casi nadie había vaticinado edificó en tiempo récord las murallas más sólidas e impenetrables a la puerta de nuestras casas: de la noche a la mañana el confinamiento de gran parte de la población hizo que todo se volviera chiquito, casero, el mundo reducido al living-room. Y el desorden se volvió orden: corzos y jabalíes se adueñaron del espacio público de las ciudades, niños y adolescentes imploraron la vuelta al colegio, policías entonaban el “cumpleaños feliz” con un megáfono, migrantes huían de Europa en patera dirección a Marruecos. La realidad superó de pronto a la ficción y el presente se reveló como una incógnita por resolver.
Desde entonces el futuro es una interrogación suspendida en el aire en el que reina el temor de la presencia invisible pero palpable del virus; vivimos en un mundo de preguntas inquietantes: ¿Volveré al trabajo o la escuela? ¿Tendré trabajo? ¿Me podré comer el aguacate de las antípodas que tanto me gustaba? ¿Podré salir de mi país/de mi pueblo/de mi casa algún día? ¿Es este el fin de la movilidad y el principio de algo nuevo, más virtual, más irreal, menos humano? Es difícil no proyectar el futuro como un lugar gris, brumoso, aterrador, cuando el presente lleva confinado dos eternos meses; mejor, digamos que la palabra “futuro” es ya en sí una paradoja – “Cuando pronuncio la palabra Futuro / la primera sílaba pertenece ya al pasado [1]”, escribió Wislawa Szymborska. En este artículo indagaremos en el género de la novela distópica para tratar de buscar alguna respuesta a nuestras confinadas incertidumbres.
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La etimología de la palabra distopía lo resume bien: el futuro es un mal lugar. En la resaca de la Segunda Guerra Mundial, George Orwell dibujó a modo de profética advertencia el camino que no se debía tomar. 1984 es una crónica precisa y certera de unos hechos que no ocurrieron, pero casi; el relato del exitoso fracaso de lo que pudo haber sido y no fue: una pesadilla soñada antes de cerrar los ojos. En el año 1984, el mundo está dividido en tres regiones ecuánimemente poderosas y eternamente enfrentadas entre sí: Oceanía, Eurasia y Asia. Winston Smith, el personaje principal, es un ciudadano medio de Oceanía que vive preso de su insípida rutina de trabajador en el Ministerio de la Verdad bajo el escrutinio incesante de las telepantallas omnipresentes que controlan cada gesto, palabra y desplazamiento de la sumisa población: “El Gran Hermano te vigila [2]”, reza el lema del único Partido. Pese al aparente control absoluto y la videovigilancia del más mínimo de sus movimientos, Winston encuentra un resquicio de libertad en las páginas en blanco de un viejo diario abandonado: el rasguido de la pluma supone el comienzo de su rebelión contra el sistema. La escritura, el fluir de la conciencia en el papel, se revela así un arma contra la inmovilidad ideológica que impone el totalitarismo.
El futuro del que George Orwell nos previno a finales de los años cuarenta era un lugar perverso en el que una población uniforme y obediente era vigilada por la todopoderosa mirada del Gran Hermano. Los personajes de la novela vagan por un Londres deshumanizado y violento, cautivos de una realidad decadente diseñada por el Partido para garantizar su permanencia eterna en el poder. Con todo, el apéndice del final sobre “Los principios de neolengua”, el idioma que el Partido pretendía imponer como único medio de comunicación, está contado en tiempo pasado como si de un documento histórico se tratara. El totalitarismo exacerbado y desmedido del Partido no triunfó: la llama de la escritura rebelde y autónoma nunca se apagó. El 1984 de Orwell nos recuerda que el término “movilidad” no implica solamente aspectos físicos o geográficos – ¿podré salir de mi casa? ¿Moverme a tal o cual sitio? –, sino que también, y sobre todo, atañe a cuestiones creativas: “El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel [3]”, sentencia el narrador.
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Otro cronista y fabulador infatigable es el argentino Martín Caparrós, columnista de la actualidad global en El País y el New York Times en español, y autor entre mucho otros títulos de El Hambre o El interior. En Sinfín, su última novela distópica, o “ficción sin novela” como dice él, que vio la luz apenas unos días antes de que se decretara el confinamiento en Europa, el periodista viaja al año 2070 para tratar de resolvernos esas dudas tan acuciantes: ¿cómo será el futuro? Y ¿qué hicimos o no hicimos para llegar hasta allí? Con una prosa que no da respiro, Caparrós nos introduce en un futuro no tan remoto en el que el trabajo ya no existe; la comida es “autónoma” y química (los más antisistema comen carne humana); hay hombres, mujeres y fluides, término que designa a aquellos en estado de migración perpetua; los Estados-nación han desaparecido y Europa ha retrocedido a la Edad Media de las fortalezas, los castillos y las Cruzadas religiosas como símbolo de su identidad precaria y marchita.
En el mundo que retrata la cronista-narradora de Sinfín la vida es eso que transcurre en un “TruVí”, una suerte de realidad virtual omnipresente, descendiente lejana del smartphone (“ahí”, en el TruVí, uno viaja, mantiene relaciones sexuales, ama y odia), y la muerte ya no es muerte: el final de la vida ha sido reemplazado por 天 – pronunciado tsian y que en chino significa paraíso. 天 es el mayor avance tecnológico de la Historia de la humanidad: el cerebro es extraído del cuerpo y conectado a un paraíso virtual diseñado previamente por cada individuo; en otras palabras, 天 supone la realización eterna de un deseo. Y como durante el confinamiento del 2020, en la distopía de Caparrós todo también es chiquito, casero, personalizado. Pero en 2070 no es oro todo lo que reluce…
En ese “mal lugar” del que nos alerta Caparrós hay dos tipos de personas: por un lado, unos pocos que viven en su TruVí, en una realidad paralela alejada del mundanal ruido, y esperan sus 天 encerrados en su guarida, muertos en vida; por el otro, cientos de millones que vagan – “fluyen” es el verbo que emplea la cronista-narradora – por la tierra indefinidamente en busca de una oportunidad. A los primeros les caracteriza su inmovilidad, no salen de sus casas, sus ojos siempre puestos en la promesa del paraíso; los segundos viven en el presente, el de la guerra, el hambre, la incertidumbre, y muy probablemente morirán porque la muerte todavía mata, aunque cada vez menos. Estos últimos son los que en el 2020 llamamos “refugiados/migrantes/apátridas”, personas en tránsito buscando un presente digno.
En el 2070 de Sinfín escribir es un acto arcaico, improductivo, inútil; la imagen digital lo es todo. Sin embargo, la cronista-narradora, que se define a sí misma como “una relatora”, escribe para buscar respuestas, para (re)construir el relato de su tiempo. Y paradójicamente cuanto más escribe, más entrevistas hace, más investiga y analiza, menos cree saber y más duda. Es entonces cuando sentencia: “sabemos que la riqueza verdadera es no meterse nunca en un TruVí”, en ese mundo paralelo y virtual que anula la realidad palpable y cruda. Porque la “riqueza verdadera” es pensar, escribir, vivir, moverse… En definitiva, no detenerse impasibles frente a una pantalla. Actuar.
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¿Cómo será el futuro en la era d. C. (después del Coronavirus)? Es inútil tratar de imaginarlo con precisión milimétrica, de ponerle cara y voz a un tiempo que está por llegar: las posibilidades y ramificaciones son infinitas – como escribe en In Other Worlds Margaret Atwood, amante por antonomasia de ese tiempo verbal, “Yo prudentemente digo un futuro más que el futuro porque el futuro es un desconocido [4]”. En este sentido, el género de la novela distópica, entre los que figuran 1984 y Sinfín, perfila un modelo de futuro basado en los miedos y ansiedades del presente en el que se escriben: el control totalitario del individuo y la sociedad en el primero; la omnipresencia de la pantalla y del neoliberalismo deshumanizado y deshumanizante en el segundo. A esto se le añade la lectura personal que cada uno hagamos de los textos; en los tiempos confinados de la COVID-19, la palabra movilidad y sus posibles antónimos – inacción, inmovilidad, anquilosamiento – aparecen reflejados en cada esquina de nuestras habitaciones, en cada paso que no damos y en cada página que sí leemos. El relator futuro de nuestros días muy probablemente dirá que en la primavera del 2020 el tiempo se detuvo, que en aquellos días parecía que la promesa del futuro no llegaba, que vivimos varados en la prisión del presente. Pero en la figura del relator del futuro, en la idea de que alguien hablará alguna vez de esto, reside también la esperanza del cambio, la prueba incontestable de un movimiento. Imaginar un futuro es movilizar el presente.
Notas
[1] “When I pronounce the word Future / the first syllable already belongs to the past.” Versos de “ Las tres palabras más extrañas”.
[2] “Big Brother is watching you”, en inglés en el original.
[3] “To mark the paper was the decisive act”.
[4] “I carefully say a future rather than the future because the future is an unknown”.
Irene Praga
Irene es de Valladolid, España. Estudia un máster en Literatura Comparada en la Universidad de Ginebra, donde investiga las formas de reimaginar las narrativas migrantes y la biopolítica. Escritora y lectora vocacional, está especialmente interesada en el poder político de la literatura que cree que puede redefinir la llamada “crisis de refugiados” como “oportunidad política”. Le encantan el café, el queso y las conversaciones largas.
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